Relatos: El Otoño del Ginkgo (parte I)


He vivido cientos de años y la luz del sol aún sigue calentando la tierra, recuerdo que en el comienzo todo era paz y ahora, sin embargo, el sonido da la vida y el silencio crea la muerte, claro que no pueden saber si no escuchan, que los silencios no son el final, están llenos de vida.
He conocido a muchas personas, pero ahora que quiero dirigir una mirada al pasado recordando todas sus historias, solo encuentro pedazos sesgados de lo que una vez fueron. Pero, aun así, todavía viven mis hojas lo suficiente como para recordar una única historia, verdaderamente, la única que jamás he podido olvidar y no podré olvidar por años que hayan pasado y por mucho que el mundo haya cambiado.
Se puede decir que nunca he estado solo, pero recuerdo que en esa época me pregunte si en cierto modo siempre había vivido en soledad, cuando ellos estuvieron a mí alrededor creando su propia historia sentí que siempre me había faltado algo en la vida.
Juraría que fue ayer cuando se conocieron, cuando los conocí, una noche otoñal silenciosa y oscura. Al principio no supe a que se debían las pisadas que escuche, serenas y rápidas, en cuanto se coló la luz de un farol entre las hojas supe que aquello no era ningún tipo de animal, o al menos uno normal, aquel se deslizó entre la maleza para sentarse en mis raíces y a la vez resguardarse de la llovizna que humedecía las hojas y a los habitantes de mis ramas.
Su ropa se pegaba a la piel a causa del agua y el cabello lo llevaba apelmazado sobre la cabeza, una vez que se sentó comenzó a sacudírselo con una mano, cuando terminó quedo enredado y punzante. Aquel hombre no era como los que yo conocía, aquellos que se paseaban a caballo con armaduras y la coronilla afeitada, este era mucho más
alto, su cabello era de color pajizo, y sus ojos no eran oscuros como la noche, sino claros como el día. Aquel debía ser un occidental, un humano que según decían los rumores era más temible que los grandiosos señores de la guerra, ellos eran los que habían matado a tantos de nosotros como estrellas había en el firmamento. Se contaban historias terribles sobre ellos, pero en ese momento me pareció que no había parado allí con el fin de arrebatar la vida a nada, sino con el de refugiarse.
Me pregunto qué habría sucedido si aquel día no se hubiese detenido, si a pesar de todo hubiese continuado, entonces me pregunto si la habría llegado a conocer. Pero a pesar de todo no siguió su camino, no desanduvo lo andado o dejo su escondite para ocultarse en otro lugar.
Si ella hubiese elegido otro momento para llegar, entonces, no se habrían conocido, y entonces supongo que todo aquello no habría sucedido, que ella jamás habría regresado a mí y en cierto modo lo habría sentido, pero todo habría cambiado, porque los finales son consecuencia de los inicios, si aquel comienzo no se hubiese desarrollado…
Ella llegó sigilosamente, como un animal de pequeño tamaño, aunque su estatura era perfectamente normal por esa zona, sus movimientos eran elegantes y sus pasos cortos y suaves. El hombre fue el más sorprendido cuando apareció tras las ramas intentando hacer el menor ruido posible. Su cabello era negro y largo, sus ojos oscuros y misteriosos y su piel demasiado clara en comparación con la del extranjero.
Cuando sus miradas se cruzaron observándose mutuamente, sus reacciones se debatieron entre el miedo y la curiosidad.
El silencio se mantuvo durante unos minutos hasta que por fin él lo rompió mientras media la expresión de la mujer.
—No tengas miedo, no voy a hacerte daño —parecía costarle demasiado hablar en ese idioma y sus frases eran torpes y toscas.
Ella retrocedió con las primeras palabras, pero cuando se hizo el silencio se acercó insegura, avistando los alrededores, comprobando que aquel ser extraño no tenía compañía.
—¿Quién eres? —su voz repicó serena en la oscuridad y el desconocido pareció calmarse un poco.
—Peter, capitán Peter Birdwhistle, ¿y tú?
No dominaba demasiado bien el leguaje, pero intentó comunicarse con ella lo mejor que pudo, así que tras un tiempo de reflexión acabo por acercarse unos pasos más, los suficientes para poder refugiarse bajo mis ramas. Algo de viento sopló y observé las cejas depiladas y los dientes teñidos de la chica, según la cultura japonesa ya era una mujer casada.
—Kazumi, Tomoe Kazumi.
La seca respuesta de Kazumi volvió a traer el incómodo silencio, y una vez más fue Peter el que lo deshizo.
—Encantado de conocerte, Kazumi.
Ella pareció sorprendida de que la nombrase de esa forma, no era normal que una persona desconocida se atreviese a llamarla por su nombre, pero se abstuvo de contestar y simplemente asintió en respuesta.
—Yo soy un extranjero, de Inglaterra —le informó.
Ella asintió e insegura se sentó frente a él, observándolo como a un animal de especie extraña, él sonrió y se mantuvo sereno.
—¿Vives cerca?
Ella levanto las cejas, o al menos el lugar donde en algún momento habrían estado, y negó con la cabeza, el volvió a sonreír, pero no dijo nada más, y esta vez fue Kazumi la que tuvo que deshacer aquel sentimiento sonriendo también.
—Yo soy de Japón, mi casa está por allí —indicó la chica con un dedo.
Los dos sonrieron y continuaron con aquel prematuro intercambio de información.
Aquella primera conversación fue escueta y, sin embargo, tras aquella transmisión de palabras comenzó a forjarse su relación, una amistad demasiado extraña como para concebirse en aquel entonces, cuando los extranjeros seguían siendo extranjeros, y el viento soplaba trayendo el aroma extraño y gélido de la pólvora y los aceros.

Continuara

Esta es la primera parte de uno de mis relatos, pronto publicaré más, ¡espero que os guste y que lo sigáis atentos!

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